En el kiosko de mi barrio, hasta fines del año pasado, nos juntábamos todas las noches a tomar mate, unas cervezas, escuchar música y a compartir el rato. Eramos varios, y lógicamente, como en todo negocio de este tipo, los espacios son reducidos. Seguramente la principal razón sea que se aprovechan al máximo todos los rincones para acumular stock, o cualquier porquería que se pueda vender (en este caso, unas mal llamadas "nueces de Pekín"). Sin embargo, nos arreglábamos con lo que había, nadie se quejaba. En Invierno, nos amuchabamos adentro. Cuando arrancaba el calorcito, en la vereda, abajo de una sombrilla sponsoreada que nos protegía de las cagadas de las palomas que habitaban el tilo sagrado.
Nos conocimos por decantación. Era cuestión de tiempo, nomás. Yo, fumador compulsivo, y trasnochador irrecuperable, iba religiosamente a comprar el vicio, noche tras noche. Marcelo, el Portero del edifício de a-la-vuelta, se hacía una escapada, junto al "Grandote" (habitante de dicho edificio), para espantar el embole y estirar las patas. Ah, y comprar caramelos. Con el tiempo, directamente iban a estar.
El Pelado y el Gurí, Conductor y Productor respectivamente de un programa de radio de trasnoche, caían a comprar viáticos, porque a esas horas, el kiosko del barrio era el único abierto. Tal vez lo hacían por elección; nunca les pregunté. Gracias a ellos, cayó el Pájaro, Remisero, fiel oyente del programa: los chicos hicieron las compras en vivo (con un celular, salían al aire mientras iban a comprar, mientras los atendían), dieron la dirección del local, y apareció, volando en el auto (cuya marca no recuerdo, pero es uno de esos típicos de su laburo, color gris metalizado). Historia similar es la del Jujeño, con la única diferencia de que es Seguridad. Y le saca una cabeza y treinta kilos al Pájaro.
Finalmente, apareció Gonzalo. Una noche despejada se le nubló camino a casa, justo en la puerta de la guarida. Entró, pidió si se podía quedar un rato, hasta que escampe, como no, tomate un mate, y la historia conocida. La noche siguiente, en retribución al gesto, nos llevo una bandeja repleta de sushi, elaborada en el restaurant donde trabaja. Obviamente, Dieguito y Joni, anfitriones/kioskeros. Una noche cada uno, eran quienes permitían todo esto.
Cuando volví de mis vacaciones, en Febrero del corriente, me encontré con Marcelo. Y me contó las malas nuevas, que luego descubriría por cuenta propia. Al dueño, ante la "ola de inseguridad que azota nuestras calles", made in medios de comunicación en gran parte, se le ocurrió instalar camaras (si, hay como cuatro) de seguridad en el local. Y eso que el kiosko está frente a una Comisaría, y cruza a comprar un promedio de un policía cada media hora. De repente, todo se esfumó, se desvaneció. Ni yo ni nadie queremos vivir en un Gran Hermano. La paranoia instalada, esta vez, nos ganó la pulseada. Y mi kiosko de barrio fue quedando cada vez mas lejos.
1 comentario:
Muy bueno Jon. Me gusto. Más que nada, me gusto ver una historia de vida en el blog. En algún momento habrá una escrita por mi? el tiempo lo dirá
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